Tenía unos dos años y medio cuando, con mi madre, fui a acompañar a mi primo, el hijo de una hermana suya, al jardín de infancia; vi a todos esos niños y quise quedarme.

La hermana Clementina, que era la maestra, le dijo a mi madre que me dejara allí. Así empecé… Hasta los cuatro años era muy delicada y recuerdo que, cuando estaba enferma, la hermana me envolvía en una manta y me llevaba al refectorio de las monjas, me acostaba en el sofá y me quedaba allí todo el día hasta que mi madre venía a recogerme.

Con motivo del Corpus Domini, la hermana Clementina vestía a todos los niños de pajes y a las niñas de angelitos. Algunos iban vestidos de santos, por ejemplo, San Francisco y Santa Juana Antida… A mí me vistieron de Santa Juana Antida.

En aquellos años, la educación de las niñas estaba a cargo de las monjas, mientras que la de los niños, de los laicos, y las clases se impartían en las escuelas públicas. Se iba tanto por la mañana como por la tarde y los jueves se quedaba en casa. También se estudiaba Economía Doméstica y recuerdo que la hermana Ancilla y la hermana Augusta enseñaban a limpiar y mantener limpias las estufas de leña.

Las hermanas se preocupaban mucho por la preparación de las niñas y los niños que tenían que hacer el examen de admisión a la escuela secundaria y la hermana Concetta daba clases de latín a los que tenían dificultades.

Los domingos había oratorio en la Opera Pia, las hermanas jugaban con nosotros y después se celebraba la conferencia de Acción Católica.

Cada miembro de Acción Católica tenía una tarea, yo era la vigía, es decir, tenía la tarea de ir a buscar a las niñas y llevarlas a misa y luego íbamos todos juntos a la iglesia para las vísperas.

En verano íbamos a bordar… a media tarde comíamos la merienda que nos llevábamos y luego hacíamos teatro.

Para la fiesta de Santa Juana Antida íbamos a todas las casas a buscar flores blancas para adornar la estatua que había en la parroquia y luego las llevábamos la mañana de la fiesta con un delantal blanco con un lazo azul.

Después de la escuela primaria fui a Tortona, al internado del instituto San Vicenzo, donde cursé la escuela secundaria y el primer año de magisterio.

Los años del internado en Tortona me ayudaron mucho, ya que allí tenía la oportunidad de rezar mucho y pasar parte de mis vacaciones con las huérfanas, por las que sentía una gran compasión. Hablaba mucho con ellas y, ante sus dramas, rezaba ante el crucifijo y luego trataba de consolarlas.

Así pasé los años de la escuela secundaria y el primer año de bachillerato, en los que no faltaron las travesuras propias de la edad. Luego tomé la decisión de ingresar en las Hermanas de la Caridad.

Tras los años de formación en la Congregación, pasé de alumna a profesora de la escuela infantil como hermana de la Caridad, comprometiéndome a «considerar a los niños como depósitos sagrados que el Cielo nos confía y como talentos que pone en nuestras manos para que los valoremos» (Santa Juana Antida).

La semilla sembrada en mi corazón ha dado fruto…

Gracias a este camino formativo cuidado por las Hermanas de la Caridad, decidí dar mi «SÍ» al Señor.

A mi camino le pondría este título: «No importa nacer en un gallinero… cuando se tiene la suerte de convertirse en cisne».

Cada día repito mi «¡Sí, aquí estoy!» y vivo mi vida como un misterio de amor.

Así es como transcurre, aunque a veces voy a tientas, en la niebla. Me esfuerzo por poner al Señor en el centro de mi corazón, viviendo intensamente el momento presente y floreciendo allí donde se me envía.

Tengo mucha paz en mi corazón y me siento habitada por muchos hermanos. Niños, jóvenes, adultos.