Nació el 3 de diciembre de 1920 en Nueve de Julio (Argentina), hijo número 22 de Giuseppe Pironio y Enrica Buttazzoni, emigrantes friulanos.

Su padre era originario de Percoto, un pueblo del municipio de Pavia di Udine; su madre procedía de Camino di Buttrio, también en la provincia de Butrio.

Ordenado sacerdote el 5 de diciembre de 1943, Pironio formó parte de los participantes en el Concilio Vaticano II como «experto» y también se dedicó a la enseñanza durante mucho tiempo. Fue elegido obispo auxiliar de La Plata el 24 de marzo de 1964. El 19 de abril de 1972 fue nombrado obispo de Mar del Plata. De 1968 a 1975 fue primero Secretario General y luego Presidente del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano).

En 1974 fue invitado por Pablo VI a predicar ejercicios espirituales a la Curia Romana y el 20 de septiembre de 1975 fue llamado de nuevo a Roma por Pablo VI primero como pro-prefecto y luego prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares. En esta tarea, se comprometió con todas sus fuerzas a alentar y apoyar la renovación conciliar de los religiosos.

El 24 de mayo de 1976 fue creado cardenal: ocho años más tarde, Juan Pablo II le nombró presidente del Consejo Pontificio para los Laicos. Y fue en este último cargo donde se encargó de organizar las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Así se le recuerda

El secretario personal de Pironio, monseñor Fernand Vérgez Alzaga, dice aún hoy de él:

«El cardenal era profundamente humano y todo de Dios. Nadie se acercaba al cardenal sin sentirse profundamente amado».

Quienes le conocieron también durante sus años de servicio en la Curia Romana recuerdan su humildad y el profundo sentido de la amistad que le rodeaba: durante sus viajes por el Vaticano, de hecho, estrechaba la mano a todo el mundo y hacía gestos de acogida y ayuda a los muchos pobres que encontraba. Precisamente su particular «opción por los pobres» es uno de sus principales rasgos distintivos.

«La fe del cardenal Pironio fue duramente probada en el crisol del sufrimiento. Minado en su cuerpo por una grave enfermedad, supo aceptar con resignación y paciencia la dura prueba que se le exigía. De esta ardua experiencia dejó escrito: Doy gracias al Señor por el privilegio de la cruz. Estoy muy contento de haber sufrido tanto. Sólo lamento no haber sufrido bien y no haber saboreado siempre mi cruz en silencio. Deseo que, al menos ahora, mi cruz comience a ser luminosa y fecunda».

Su testamento espiritual

En su testamento espiritual escribió, entre otras cosas:

«Doy gracias al Señor por mi ministerio de servicio en el episcopado. ¡Qué bueno ha sido el Señor conmigo! He querido ser padre, hermano y amigo de los sacerdotes, de los religiosos y religiosas, de todo el pueblo de Dios. He querido ser simplemente la presencia de -Cristo, esperanza de gloria-«.

Las últimas frases de su testamento son:

«Quiero partir hacia el Padre con un corazón sereno, agradecido y feliz». Fiat y Magnificat. Voy al Padre. Bendigo a todos con mi afecto de padre, hermano y amigo».

La esperanza y la alegría fueron sus rasgos característicos, ligados a su espiritualidad mariana, propia del Magnificat. Fue un buen pastor en circunstancias complejas: paternal, amable, acogedor, firme pero comprensivo. En su trabajo daba importancia a las relaciones personales. Para él, las relaciones humanas eran preeminentes: construir amistades y hacer crecer a los demás a través del encuentro. Esta pedagogía, para sus detractores, era una forma de debilidad, en realidad era su fuerza. Como hombre de paz, sufría cuando se enfrentaba a un conflicto. Era capaz de tomar decisiones claras, que perseguía con empeño. Cultivó un amor especial por la pobreza y vivió desprendido de los bienes materiales y la riqueza, manteniendo siempre el ejercicio de la virtud de la humildad. Su capacidad de mediación, fruto de la confianza en la Providencia y de una vida de imitatio Christi, resultó inestimable durante los trabajos de la Conferencia de Medellín. Aceptó con entereza las humillaciones y su enfermedad final (cf. Dicasterio para las Causas de los Santos).

Card. Pironio y la vida religiosa

El cardenal Pironio fue Prefecto de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares de 1974 a 1984. Aunque no profesaba en ningún instituto religioso, pues pertenecía al clero secular, asumió su compromiso eclesial con tal espíritu que fue considerado por los consagrados y consagradas como un verdadero religioso entre los religiosos, compartiendo con ellos lo más íntimo de su espiritualidad y lo más ardiente de su apostolado. No se conoce ningún caso en el que el nombramiento para la presidencia de un dicasterio romano haya producido tanto entusiasmo como el de Pironio. En aquellos años, no había publicación especializada importante que no se hiciera eco del entusiasmo con que fue acogido su nombramiento como Prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares.

La aprobación de nuestra actual Regla de Vida

Fue Eduardo Pironio, el 11 de abril de 1981, en el 182 aniversario de la fundación del Instituto, quien aprobó el texto definitivo de nuestra Regla de Vida: «¡A Dios toda gloria!»

» Los años que siguieron al Concilio estuvieron marcados por un esfuerzo perseverante por parte de las Hermanas de la Caridad para entrar en el proceso de renovación propuesto por el Concilio y continuamente urgido y acompañado por el Card. Pironio. El énfasis puesto en el carisma suscitó profundos interrogantes. Cincuenta años después del inicio del Concilio Vaticano II, podemos decir que la vida religiosa se siente de nuevo fuertemente interpelada a renovarse… Es un camino que continúa» (Madre M. A. Henriot).